sábado, 8 de marzo de 2014

¿No te acuerdas?




Cada vez que te veo con la mirada perdida recuerdo todo lo que hemos pasado juntos. Todos los consejos que me has dado para ser mejor persona. Tantas y tantas horas que ha ido matando el tiempo.
Desde que me tuviste por primera vez en tus brazos hasta que tuviste consciencia de que era tu hijo estuviste a mi lado. Aunque nunca te haya dado motivos para que estuvieses orgulloso de mí, aunque en más de una ocasión he fracasado, tú has estado ahí apoyándome. Creyendo en mí.
¿No te acuerdas, papá?
Yo recuerdo con nitidez una vez en concreto en la que me demostraste que aunque el mundo me diese la espalda tú nunca me la darías. Y es que yo, el pobre idiota que escribe estas palabras, he estado acusado de asesinato. Acusado de levantar un arma y disparar a una mujer inocente. Acusado de matar a alguien, de loco. Y por mucho que yo lo negase, la acusación estaba ahí. Tú también estuviste ahí para creerme.
Y estuve en la cárcel. Cinco largos años privado de libertad por un delito que no cometí. Impusieron en mi consciencia el cadáver de una mujer a la que nunca mataría y que si pudiese, resucitaría. Porque yo la quería. Pero eso es otra historia...
¿Sabes qué se siente? Los que decían que me entendían no tenían ni puta idea. No podían ni imaginarse la rabia, la frustración, la desesperación y la impotencia que se siente. Puedes gritar, puedes llorar, puedes amenazar... Pero no sirve de nada.
Me habría vuelto loco de no ser por ti y tu apoyo incondicional. Tus llamadas y tus visitas cada semana contándome que el mundo era aún más bonito cada día y que estaba ahí, esperándome afuera.
Si hubiese podido volver atrás, habría salido a correr entre la hierba, habría ido al campo, a la playa, habría subido al pico más alto que viesen mis ojos y habría hecho los viajes más largos que pudiese.
Pero no pude volver atrás.
A los cinco años, tres meses y once días se demostró mi inocencia.
Y el día que volví a sentirme libre tú fuiste el que estuvo compartiendo conmigo un abrazo. Ese abrazo que llevaba tanto tiempo deseando dar. Un abrazo que era felicidad en estado puro.
¿No te acuerdas, papá?
Yo intento devolverte todo lo que hiciste por mí. Cada día de mi vida, y más aún desde que te diagnosticaron la enfermedad.
Fue hace unos años, cuando empecé a notar tus cambios de humor, tu agresividad... Pero no fue hasta que me preguntaste por mamá que no me quedó claro que algo te pasaba.
Estábamos en el salón. Yo acababa de escribir un capítulo nuevo y tú lo leías con una sonrisa en la boca. Como siempre, te encantaba.
Y cuando acabaste y alzaste la mirada del texto me dijiste:
-¿Por qué no se lo enseñas a tu madre? Seguro que le encanta.
Fueron esas palabras, exactamente esas palabras. Suenan en mi cabeza como si las acabase de escuchar. "¿Por qué no se lo enseñas a tu madre?". "Seguro que le encanta".
Esa frase solo tiene una interpretación. No te acordaste de que el crimen por el que se me encerró en la cárcel y que en realidad nunca cometí fue el asesinato de tu esposa. De mi madre.
Al día siguiente fuimos al médico. Y otra vez la vida se reía de mí y de ti recordándonos lo injusta que es. Las pruebas demostraban que padecías Alzheimer.
He pasado miedo papá. Mucho miedo. He sentido que cada minuto que pasa te he ido perdiendo. Que te he ido perdiendo a manos de una de las peores enfermedades que existen.
El Alzheimer mata. Pero mata la memoria. La mente. Lo que nos hace ser nosotros mismos.
En otras palabras, tu cuerpo sigue ahí, tus pulmones respirando, tu corazón bombeando, pero tú eres sustituido por otro. Por una versión tuya cruel. Violenta. Inhumana.
En otras palabras: Mueres pero tus seres queridos te siguen viendo día a día, contemplando lo que queda de ti con la mirada perdida. Con la misma mirada que tienes ahora.
Sé que no eres consciente de todo lo que me has dicho a causa del avance de la enfermedad. Sé que no sentías las palabras que salían de tu boca. Pero aun así dolían.
Pero el verdadero golpe de efecto del Alzheimer es el olvido. Todos tus recuerdos van muriendo con el paso de las semanas sin que puedas hacer nada, sin que ni siquiera seas consciente de ello.
Y no hay nada peor en este mundo que verte reflejado en las pupilas de tu padre y no ver ni el más mínimo reconocimiento en ellas. Verlas vacías, sin vida.
Y no hay cura. Sé que morirás sin reconocerme, sin acordarte de mí.
Sé que mientras te leo estas letras, para ti todo suena ajeno, suena sin sentido. Sé que en una hora no te acordarás de esta desesperación que me parte el alma en dos.
Papá, soy tu hijo. ¿No te acuerdas?

Alejandro Berraquero, a 23 de Noviembre de 2013.

viernes, 7 de marzo de 2014

Platos Rotos

¿Sabes cómo es el sonido de un plato al romperse contra el suelo? ¿Al estrellarse y hacerse pedazos? ¿Al partirse en añicos, añicos que nunca más volverán a estar unidos?
Ahora imagínate que ese plato era tu vida y que cada uno de los pedazos en los que se ha separado es una parte de ella que nunca volverá a ser como antes.
Yo lo he oído y me lo he imaginado cuando la madre de mis hijos ha tirado uno a mis pies y lo que he sentido en ese momento espero que nadie lo sienta, porque es un miedo indescriptible que simboliza que todo ha acabado.
La escena tiene un contexto. Ella siente que su vida a mi lado es una mierda, que no tiene sentido y el camino fácil para ella es decir que yo tengo la culpa de todo.
Incluso ha llegado a gritar que nuestro hijo ha sido un error y que nuestro matrimonio fue la peor decisión de su vida
¿Y por qué no? Puede que sea cierto. Puede que después de todo yo no sea lo suficientemente bueno.
Pero... ¿Nuestro hijo? ¿Que nuestro hijo no es lo suficientemente bueno?
Esa mujer, si es que se la puede llamar así, no tiene ni idea de lo que hace sufrir cuando abre la boca, ni tampoco de las hemorragias internas que provoca ahí donde más duele. En el alma.
Lo peor es la banda sonora. Raúl llorando al otro lado de la puerta, asustado.
¿Qué se supone que tengo que hacer ahora? ¿De dónde voy a sacar fuerzas para decirle a mi niño que no pasa nada, que todo va a ir bien cuando en realidad pienso que la vida es una mierda? ¿Con qué cara me voy a agachar a donde él está acurrucado, a abrazarle, a decirle que le quiero, que lo siento mucho y que... y que nada va a ser igual?
Los hombres no lloran, ¿No? Entonces, ¿Esto qué es? El que inventó ese tópico nunca decepcionó a su hijo.
Tantos años respirando el mismo aire... tantos minutos, tantos segundos riendo juntos, creyendo que nada nos separaría y al final nos ha separado el dolor. El dolor de saber que por mucho que te guste una pared, chocar con ella solo te hace daño.
¿Pero qué más da nuestro pasado si en el presente las peleas son constantes? Echar de menos no sirve de nada. Ni las lágrimas. Ni la rabia. Nada sirve de nada si no actuamos en consecuencia y, cuando yo he querido actuar, ha sido demasiado tarde. El plato ya estaba roto.

Cajas de Cartón


Cajas de Cartón

Por Alejandro Berraquero



Pesada. No hay una palabra que la defina mejor. El contacto con sus mejillas, frías como el hielo, me hace abrir los ojos, aunque sigo suplicando por esos cinco minutos más que nunca llegarán. Intento librarme de sus besos, pero ella está empeñada en sacarme de mi plácido sueño y me hace renunciar a ganar la batalla cuando me arrebata las sábanas. Eso sentencia el resultado, así que permito que me ayude a incorporarme. Como es de sentido común que aún estoy más dormido que despierto, ella me viste poco a poco. Cuando acaba intento volver a la cama, pero ella me agarra del brazo y me conduce al cuarto de baño, para terminar de prepararme.
Para evitar que vuelva a tratar de huir hacia los brazos de Morfeo, me acerca al grifo y me empapa la cara repetidas veces, hasta que considera que no volveré a dormirme. Aprovecha para humedecerme el pelo, y con un peine empieza a peinarlo lo mejor que puede.
Mientras se afana en esta tarea, observo nuestro reflejo en el desgastado espejo que cuelga ante nosotros.
En él veo a un niño pequeño, quizás demasiado para la realidad que golpea su entorno. Su rostro refleja sueño, y su mirada irradia una inocencia que es propia de la infancia. Pero a su lado veo a una mujer. Una mujer cansada de luchar por un futuro mejor que parece que nunca va a llegar. Una mujer que no recuerda la última vez que se arregló o que alguien le dijo lo guapa que estaba. Hoy unas exageradas ojeras adornan una mirada cargada de melancolía, de impotencia, de fracaso.
Ese niño soy yo y ella es mi madre. Vivimos solos en un pequeño piso. No es nada del otro mundo, pero como mamá dice, es nuestro palacio. En él, el gran salón de baile no es más que una habitación con pocos metros cuadrados y una televisión antigua que no sintoniza la mayoría de los canales, el inmenso comedor tan solo es una cocina en la que hay que pelearse con las puertas de los armarios cada vez que se prepara la cena y los magníficos dormitorios con sábanas de seda son en realidad dos habitaciones con camas individuales que muchas noches acabamos compartiendo porque los truenos y las gotas de lluvia que se filtran por la ventana me dan miedo y me impiden dormir. Pero es nuestro y a para nosotros es la más lujosa de las mansiones porque nos tenemos el uno al otro.
Mientras mi mente en realidad no piensa nada de eso, ella ha estado domando los mechones de mi cabeza. Cuando al fin consigue que mi mata de pelo esté más o menos presentable, se descuida para coger la colonia. Yo aprovecho este despiste para salir corriendo por el pasillo, en busca de un desayuno que sin duda estará preparado. El estómago no para de recordarme que la cena de anoche, como siempre, me supo a poco.
Cuando paso por el salón, tropiezo con una de esas cajas de cartón que inundan la estancia desde hace unas semanas y en las que están guardadas todas nuestras cosas. No entiendo por qué mi madre se ha encaprichado con vaciar todas las estanterías y cajones. No me gusta que haya cosas que no consigo encontrar entre tantas cajas. Menos mal que mamá lo tiene todo controlado, y ha dejado bien diferenciada mi caja de juguetes.
En la cocina está mi cuenco lleno de cereales y leche fría. Desde hace unos días no tenemos luz, así que el microondas no funciona. Ha venido mucha gente a casa últimamente. Toda la familia se acerca de vez en cuando, además de personas que no conozco. Yo siempre le digo a mamá que les pregunte si saben que pasa con la luz. Esto de no tener televisión hace que me aburra mucho, porque mamá no me deja salir a la calle desde hace unos días, da igual todo lo que patalee o proteste.
Miro el reloj de la cocina. Nunca he entendido los relojes con manecillas, así que después de mirarlo un buen rato intentando descifrar su incomprensible mensaje, le pregunto la hora a mamá.
Oigo sus pasos que lentamente se acercan desde el pasillo. Cuando traspasa el umbral, veo que lleva el bote enorme de colonia, el que está adornado con una foto enorme de un bebé y que contiene esa fragancia que yo tanto odio. Ella siempre dice que es nuestro perfume favorito, y yo nunca la contradigo, por no decepcionarla.
Ignorando mi pregunta, vierte parte de la colonia en mi cabeza, y mientras yo sigo comiendo, se dirige a mí:
-"Álvaro, nos vamos de casa. A partir de ahora viviremos en casa del abuelo. Dentro de un rato vendrán los tíos para ayudarnos con la mudanza. Y también viene gente que no conoces. Un hombre muy bien vestido, con traje de chaqueta y un policía."
-"¿Un poli de verdad? ¿Con uniforme y todo?" le digo, abriendo los ojos como platos. Siempre había querido conocer a un policía como los de las películas. De mayor quería ser como el comisario de mi serie favorita de la televisión, salvar vidas y ser un héroe para todos.
-"Sí Álvaro, un policía de verdad. Y oye, no te encargo nada. Con esas personas aquí tienes que comportarte como todo un hombre, ¿De acuerdo?" Insiste ella.
-"Claro mamá, -le digo hinchando el pecho y con una estupenda sonrisa- voy a demostrarles quién es el hombre de la casa"
Y mientras escucho todo lo que dice no pienso en lo que quiere decir ese "nos vamos de casa" que me ha dicho. Ni tampoco me pregunto por qué nos vamos a casa del abuelo si nuestra casa es más grande. En mi cabeza sólo cabe que voy a conocer a un policía. Y a uno de verdad, con uniforme y todo.
Mi mente infantil empieza a volar por un lugar remoto, en el que el policía me sonríe, me deja coger su pistola, me presta su placa y me regala su gorra. Era un sueño muy alejado de la realidad. Demasiado alejado.
Cuando llamaron a la puerta y ella abrió, todo mi mundo se vino abajo. Un policía, sí, pero el policía más alejado de la visión idealista que yo tenía de ese gremio que podría haber, entró en nuestra casa. Y justo después de que el hombre trajeado que le seguía, serio y con cara de pocos amigos hiciese firmar a mi madre unos papeles con un bolígrafo que se me antojó muy caro, ese "agente de la ley" nos sacó a empujones de nuestra casa, y con la ayuda de otros policías nos dejó, junto con todas nuestras cajas de cartón, en la entrada de ese edificio en el que no volvería a entrar jamás y al que hasta hace poco llamaba hogar
Mis tíos llegaron puntuales, cogieron las cajas de cartón y las metieron en el coche. Mientras, muchos policías nos rodeaban dándonos las espaldas, como protegiéndonos de toda esa muchedumbre que gritaba y movía en alto sus carteles. No entendía que pasaba. Creía que sería un anuncio de perfume. Esos anuncios siempre son muy extraños, pero por más que buscaba no encontraba las cámaras por ninguna parte.
Mamá no paraba de llorar. Parecía que se moría de pena. Su cara estaba congestionada por el llanto, y adornada por las gotas saladas de sus lágrimas. No entendía por qué estaba así, así que yo también empecé a llorar. No me gusta verla triste.
Hoy, años después de aquello, sé que nos desahuciaron. Que unos altos mandatarios de un banco se aprovecharon de mi madre, de mí, y de otros tantos miles de personas.
Hoy sé que a mi madre y a mí nos echaron de nuestro hogar contra nuestra voluntad, y sin ninguna piedad.
Hoy sé que esas personas que nos rodeaban no rodaban un anuncio, si no que protestaban contra un mundo en el que ni siquiera el derecho a una vivienda digna se respeta, contra un mundo lleno de ladrones y mentirosos. Un mundo que nadie querría para sus hijos. Un mundo en el que el mejor futuro que mi madre me pudo ofrecer fue el de unas cajas de cartón mal apiladas en la acera.


Alejandro Berraquero, en Mayo de 2013

Ministerio de Injusticia


Por Alejandro Berraquero
Primera Carta:
Hola. Me llamo, o quizás para cuando leas esta carta sería más acertado decir que me llamaba, Manuel Espinosa, y dentro de unas horas voy a morir.
Antes de explicar cómo he llegado hasta aquí es necesario que sepáis quién soy, o mejor dicho, cómo soy.