sábado, 16 de mayo de 2015

El Crimen Perfecto


Todos sabemos cómo es un banco.
Obviamente no me refiero a ese típico cajero de barrio en el que las abuelas sacan sus ahorros. No, yo hablo de auténticas sucursales, de esos edificios altos y modernos donde los empleados visten de chaqueta, los jefes tienen lujosos despachos, el aire acondicionado está centralizado y el hombre de a pié acude para pedir un préstamo con el que abrir su negocio.
Pues bien, imaginemos una mañana cualquiera en una de esas sucursales bancarias en las que el dinero siempre fluye, una de esas que está situada en una de las calles más importantes de la ciudad. Cuando Juan –que es el empleado que entrega en efectivo el dinero a los clientes –se levantó aquella mañana no era consciente de lo que iba a suceder. Es más, si lo hubiese sabido, muy probablemente no habría ido a trabajar aquel día alegando cualquier indisposición.
Juan no le vio entrar, pero sí le vio dirigirse directamente hacia su puesto tras el mostrador.
Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto débil, como si hubiese estado llorando recientemente. Quizás eso fue lo que le llamó la atención de él, dado que si no hubiese tenido esa pinta maltrecha, no habría reparado en él. Se trataba del típico individuo que pasa desapercibido entre la muchedumbre, uno de esos que, si no estuviese, nadie lo notaría.
Sin embargo, lo que realmente hizo que Juan se fijase en él fue el móvil que le tendió en cuanto llego hasta su puesto tras el mostrador.
Era un teléfono antiguo, de esos que los jóvenes tienden a comparar con una piedra. Juan miró el aparato y al hombre alternativamente. No supo si fue la curiosidad o la mirada suplicante que esperaba su reacción lo que le hizo llevárselo al oído y decir:
-¿Diga?
Al otro lado, una voz grave y ronca, dijo:
-Buenos días, ¿Con quién tengo el gusto de intercambiar unas palabras?
La cara de Juan se tornó de sorpresa a la vez respondía:
-M-me llamo Juan. ¿Q-quién es usted?
La voz del otro lado, siguiendo con su calma educada que alarmaba, contestó:
-Hola Juan, encantado de conocerte. Respondiendo a tu pregunta, soy la persona que tiene secuestrada a la hija del inocente y respetable señor de ojos llorosos que ha hecho posible que tú y yo mantengamos esta conversación. Se llama María, es una niña de unos ocho años entrañable, te encantaría. Pero yo, que además de ser un secuestrador soy un asesino, la mataré. ¿No te parece eso algo horrible, Juan?
Esta vez, el pobre Juan respondió de inmediato:
-¿Secuestro? ¿Asesino?
-Por favor, Juan, baja la voz, no queremos tener un disgusto porque alguien que no sea ni tú ni yo te oiga y se entere de todo esto, ¿No?
-N-no, no
-Y ahora respóndeme, Juan ¿No te parece algo horrible?
El empleado del banco tragó saliva.
-Sí.
-Entonces te gustaría que no sucediese, ¿No es así, Juan?
-Cl-claro
La voz del otro lado hizo una pausa de unos segundos, como si le diese un descanso al desafortunado empleado que, sin querer, estaba haciendo unas horas extra que nadie le iba a pagar.
-Te voy a contar qué va a pasar, Juan. Vas a mantener esa tranquilidad que te ha estado caracterizando hasta ahora, vas a coger un sobre y lo vas a rellenar con cien mil euros en efectivo y sin marcar. Cuando lo hayas hecho, se lo entregarás al disgustado padre que no quiere dejar de serlo. Ese dinero es para mí, y yo a cambio de él liberaré a María, la cual no sufrirá ni un rasguño. Ah, y espero que no cometas el fatal error de consultarlo con un superior o la locura de dar la alarma, porque eso, querido Juan, sería muy contraproducente para todos.
-Pe… pero…
-Tienes cinco minutos.
-Pe… pero yo no puedo…
La frase se quedó en el aire. La llamada se había acabado.
Juan se empezó a poner nervioso. Le entró ese tic que siempre hacía temblar su pierna izquierda cuando algo le inquietaba, comenzó a subirse compulsivamente las gafas cada dos segundos y miró el teléfono como si no supiese muy bien qué hacer con él.
El hombre, que lo miraba expectante, alargó el brazo ofreciéndose a liberarle de la gran carga que debía de suponerle el móvil. Juan lo soltó como si quemase y se quedó unos segundos absorto, perdido en los ojos de aquel que era el padre de la niña secuestrada. Entonces, como si se encendiese una luz en su interior, volvió a oír: “Cinco minutos”.
En ese momento no pensó, o mejor dicho, no quiso pensar las repercusiones que ese acto tendría para él. No se paró a imaginarse qué podría pasar cuando contase esa historia, cuando explicase cómo cien mil euros en efectivo habían desaparecido de las reservas del banco. Simplemente, hizo lo que la voz le había pedido. Y mientras lo hacía, miraba furtivamente cómo el hombre le esperaba con un aire de esperanza en su rostro.
Cuando le entregó el sobre, el hombre lo acogió como si se tratase de su propia hija, y mientras se alejaba caminando de espaldas, se deshacía en agradecimientos que no llegaba a pronunciar pero que eran fácilmente leíbles de sus labios.
En cuanto el hombre salió del banco, Juan dio un suspiro. No sabía si era de alivio o de incertidumbre. Mientras abandonaba su puesto y corría al despacho de su jefe a informarle de lo sucedido, sólo podía pensar en que ojalá no apareciese en los próximos días la noticia de una niña secuestrada y asesinada en ninguna portada.
***
Si alguien hubiese pasado casualmente aquella mañana por el banco en el que sucedió esta historia, habría visto salir de él a un hombre guardándose un sobre en el bolsillo y encaminándose hacia un coche que le esperaba en la puerta. También habría visto cómo, nada más entrar en el coche, la persona que le esperaba sentada en el asiento del piloto encendía el motor y conducía sin mirar por el espejo retrovisor hasta perderse en la multitud de vehículos que circulaban por la calle.
Lo que no habría visto, pero que de hecho sí sucedió, fue cómo el conductor, con una voz grave y ronca, le preguntó al copiloto:
-¿Cómo ha ido?
Él, mientras se frotaba los otros con una mueca de disgusto en el rostro, le respondió:
-Perfecto como siempre, tenemos el dinero, pero el colirio para hacerme los ojos más llorosos me escuece demasiado. No pienso ponérmelo para el próximo atraco.
Por Alejandro Berraquero, a 6 de Octubre de 2014 en hastaquesecolapselainspiracion.blospot.com

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