domingo, 2 de noviembre de 2014

Café (Trilogía del Psicópata 2)

Esta es la segunda parte de la trilogía que estoy escribiendo sobre el psicópata que protagonizó el relato "Ruleta Rusa". Si no os lo habéis leído, os recomiendo que lo hagáis antes de leeros este. Si encontráis cosas a la que no le véis sentido, no os preocupéis, en la tercera parte todo encaja. Espero que guste tanto como la primera parte, un abrazo.

Café



-Perdone, ¿Este sitio está ocupado?
Emilio no levantó la vista del periódico.
-No, no.
Entonces el desconocido, en lugar de coger la silla y llevársela a otra mesa, se sentó frente a Emilio como si nada.

-Perdone, sírvame un café aquí cuando pueda.
Emilio, que hasta entonces había estado abstraído de la realidad, levantó la vista del periódico y miró al hombre que se había sentado frente a él y acababa de pedir un café al camarero.
-¿Quién eres?
Estaban en la terraza de una cafetería cualquiera en una calle que tenía borrado el nombre en el cartel por culpa de la estupidez de un niño y un bote de pintura en spray. Emilio cada mañana se sentaba en la misma silla, con la misma editorial hecha papel entre las manos y el mismo tipo de café. Era, como solían decir quienes le conocían, un animal de costumbres.
Volviendo a la escena anterior, el desconocido miró burlón a Emilio.
-Disculpe, si yo no le he tuteado, no lo haga usted. Es una simple muestra de educación. Si quiere tutearme, pregúntemelo.
Emilio se detuvo a observarle, sin dar crédito a lo que estaba pasando. “¿A qué juega este tío?”, pensó. De todas maneras, prefirió seguirle el juego. Y es que el desconocido imponía un aire de respeto que, aunque Emilio nunca lo admitiría, le asustaba.
-Está bien, ¿Puedo tutearle?
Entonces el desconocido comenzó aplaudir, sonriendo. No había  nadie en la calle, así que el hecho sólo llamó la atención del camarero, que en ese momento llegaba para servirle el café al desconocido.
-Bravo, Emilio, bravo. Tuteémonos mejor, hombre. No me gustaría matarte sin haber entablado antes un poco de confianza contigo.
Si alguien se hubiese incorporado ahora, el poema que se había formado en el rostro de Emilio le resumiría fantásticamente lo sucedido hasta ahora. Primero se había extrañado de que le llamase por su nombre, y luego, obviamente, del detalle, por si alguien se ha saltado esas palabras al leer, de que se había referido a asesinarle.
-¿Matarme? ¿Qué coño dices?
Hizo amago de levantarse, pero entonces escuchó el sonido que hace un revólver al retirarle el seguro.
-Mira Emilio, eso no te conviene. Tengo una pistola preciosa apuntándote a tus huevos. Dime, Emilio, ¿Le tienes cariño a tus huevos?
La palabra pánico se queda corta para lo que sintió Emilio. Al parecer, les tenía bastante cariño, porque el amago de levantarse se quedó sólo en eso, en un amago.
Se miraron en silencio, como calibrándose el uno al otro. Al final, fue Emilio el que habló primero.
-¿Qué quieres?
Volvió, entonces, su mirada burlona.
-Empezaste con quién soy y ahora, sin que ni siquiera me haya presentado, me preguntas qué quiero. ¿No te parece que vas un poco rápido?
-Eres tú el que me está apuntando a los huevos bajo la mesa.
-Touché.
La tensión era más que patente. Eran dos hombres inteligentes, que aparentaban estar habituados al peligro. Emilio era policía y, como solían decir sus superiores, de los buenos. Había ascendido rápidamente en los últimos años y en su expediente no había ni una mancha. Sabía llevar las situaciones de peligro y no se amilanaba ante cualquiera.
Pero en aquel momento, tenía miedo.
-Mira, puede que hayamos empezado con mal pie –dijo el desconocido –voy a dejar de apuntarte a los huevos, pero quiero que sepas una cosa.
Hizo una pequeña pausa en la que aprovechó para sacar la mano de debajo de la mesa y coger la taza. Había guardado la pistola tan rápido como la había sacado, y eso para Emilio no había pasado desapercibido.
-Este café está exquisito –prosiguió –ahora entiendo por qué vienes aquí cada mañana. La verdad es que merece la pena. ¿No quieres probarlo?
Le tendió la taza, pero él la rechazó con un gesto.
-No, gracias.
Sin embargo, el otro aguantó la postura. Era algo inofensivo, pero en su sonrisa había un aire amenazante. Insistió.
-Vamos Emilio, no seas maleducado y dale un sorbo al café.
Entonces el policía tomó la taza que le ofrecía y bebió.
Tras devolvérsela, Emilio guardó silencio, pero hizo un gesto de incomodidad que el desconocido no pasó por alto.
-Bien, supongo que quieres saber quién soy y qué quiero. Puedes llamarme Juez, y respecto a lo que quiero, digamos que hacer justicia. Dime, ¿No hay nada que pese sobre tu conciencia, Emilio?
La mente de Emilio, entonces, salió despedida años atrás. Comenzó a recordar un sentimiento de ansiedad, de prisa. Iba conduciendo el coche y llegaba tarde a la reunión en la que creía que su jefe le iba a ascender –y en la que, de hecho, lo hizo.
Desde aquel día, no pudo hacer otra cosa que no fuese jurarse a sí mismo que no la vio, que no pudo esquivar a esa chica que pasaba el paso de peatones cuando él se saltó el semáforo. Se paralizó, le invadió el miedo, y en lugar de llamar a la ambulancia o bajarse de vehículo a socorrerla, salió huyendo. Más tarde, leyó en el periódico la noticia de su muerte, pero también leyó que se desconocía por completo quién había sido. Con ayuda de un par de colegas de la comisaría, consiguió eliminar un par de pruebas que podrían involucrarle y el caso se archivó.
Sin embargo, aquel desconocido parecía dispuesto a impartir justicia.
-Sí, Emilio, lo sé todo. –continuó el hombre –y no me malinterpretes, no quiero que me des explicaciones, ni decirte cómo lo sé, ni siquiera darte un sermón. No voy a hacer nada de eso. Simplemente, voy a ser justo.
“Verás, yo también soy un asesino. No sé si leíste en esa presa que lees cada día, que hace una semana una mujer murió tiroteada en una azotea por un supuesto suicida que desapareció antes de que la policía supiese qué estaba pasando. Ella era miembro del cuerpo policial, en concreto su labor era negociar con las personas que van a acabar con su vida para que finalmente no lo hagan. Pues bien, el supuesto suicida era yo.
Te voy a explicar qué ha sucedido. No te has dado ni cuenta, pero tú y yo ya estamos muertos. El café que nos hemos tragado ambos ha sido envenenado por mí mismo en cuanto el camarero me lo ha servido. Pero claro, tú estabas tan pendiente de la pistola que te apuntaba a los huevos que ni siquiera te has dado cuenta.
A ambos nos quedan unas dos horas de vida. Te aconsejo que las aproveches bien para despedirte de aquellos que te importan y poner tus asuntos en orden. Te he dado la oportunidad que tú no le diste a la pobre chica que cruzaba el paso de cebra, así que espero que como mínimo me des las gracias.”
No sé si alguna vez has visto la expresión que pone alguien que sabe que ya está muerto. La describiría como algo entre sorpresa, miedo y rabia. Una rabia que a Emilio le hizo saltar por encima de la mesa para intentar estrangular a su verdugo.
Sin embargo, esa rabia fue sustituida segundos después por el dolor cuando, mientras Emilio estaba aún en el aire dirigiendo sus manos hacia el cuello del autodenominado por sí mismo como Juez, una bala atravesó sus testículos.
Emilio cayó al suelo, con las manos en la herida, entre estertores de agonía, mientras el Juez le miraba desde arriba, de pie, con cara de resignación.
-Ay, Emilio… Es una verdadera lástima. En dos horas podrías haber hecho tantas cosas… Desde concebir un hijo, a redactar testamento, pasando por abrazar a aquellos a los que más quieres. Sin embargo, has ignorado mi advertencia, y has preferido abrazarte los huevos.
Hizo una pausa melodramática mientras daba vueltas en círculo alrededor del herido. El revólver seguía en su mano derecha, la cual estaba relajada junto a su costado. El cañón de éste golpeaba a cada paso, con suavidad, el muslo del asesino. El sonido del metal repiqueteando contra la carne de la pierna era lo que marcaba el tempo de la escena.
Levantó un instante la cabeza y vio la cara del asustado camarero al lado del teléfono. Era el único testigo del incidente. Por suerte, a esas horas, la calle seguía estando desierta. Sus miradas se cruzaron, y el Juez sonrió. “Está loco”, pareció decir con los ojos el empleado de la cafetería. “Y hoy día, ¿Quién no lo está?”, pareció ser la respuesta que recibió del loco.
Entonces su atención volvió a recaer en el hombre que sufría en el suelo.
-Yo también suelo leer el periódico, Emilio, y a decir verdad nunca he visto ninguna noticia que hable de un hombre que tras recibir un disparo en los testículos haya sobrevivido. ¿Tú sí?
Esperó la contestación, y esta le llegó a través de unas palabras entrecortadas.
-Hijo… de… puta.
-¡Fantástico! Veo que sigues conservando tu mala educación. En fin, supongo que hay gente que nunca aprende. Yo me voy ya, no quiero que la policía me haga preguntas estúpidas. Como dicen los franceses, ¡Au revoir!
Dicho esto, el desconocido se fue como llegó, andando con tranquilidad como si no hubiese pasado nada. Eso sí, antes de doblar la esquina, tiró a la papelera un pequeño envoltorio, que aunque sólo él lo sabía, había contenido el antídoto que acababa de ingerir para  contrarrestar los efectos del veneno que los iba a matar y, que de hecho, acabó matando a Emilio.
Pero no a él.
Alejandro Berraquero, a 2 de Noviembre de 2014 en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com

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