Café
-Perdone,
¿Este sitio está ocupado?
Emilio
no levantó la vista del periódico.
-No,
no.
Entonces
el desconocido, en lugar de coger la silla y llevársela a otra mesa, se sentó
frente a Emilio como si nada.
-Perdone,
sírvame un café aquí cuando pueda.
Emilio,
que hasta entonces había estado abstraído de la realidad, levantó la vista del
periódico y miró al hombre que se había sentado frente a él y acababa de pedir
un café al camarero.
-¿Quién
eres?
Estaban
en la terraza de una cafetería cualquiera en una calle que tenía borrado el
nombre en el cartel por culpa de la estupidez de un niño y un bote de pintura
en spray. Emilio cada mañana se sentaba en la misma silla, con la misma
editorial hecha papel entre las manos y el mismo tipo de café. Era, como solían
decir quienes le conocían, un animal de costumbres.
Volviendo
a la escena anterior, el desconocido miró burlón a Emilio.
-Disculpe,
si yo no le he tuteado, no lo haga usted. Es una simple muestra de educación.
Si quiere tutearme, pregúntemelo.
Emilio
se detuvo a observarle, sin dar crédito a lo que estaba pasando. “¿A qué juega
este tío?”, pensó. De todas maneras, prefirió seguirle el juego. Y es que el
desconocido imponía un aire de respeto que, aunque Emilio nunca lo admitiría,
le asustaba.
-Está
bien, ¿Puedo tutearle?
Entonces
el desconocido comenzó aplaudir, sonriendo. No había nadie en la calle, así que el hecho sólo
llamó la atención del camarero, que en ese momento llegaba para servirle el café
al desconocido.
-Bravo,
Emilio, bravo. Tuteémonos mejor, hombre. No me gustaría matarte sin haber
entablado antes un poco de confianza contigo.
Si
alguien se hubiese incorporado ahora, el poema que se había formado en el
rostro de Emilio le resumiría fantásticamente lo sucedido hasta ahora. Primero
se había extrañado de que le llamase por su nombre, y luego, obviamente, del
detalle, por si alguien se ha saltado esas palabras al leer, de que se había
referido a asesinarle.
-¿Matarme?
¿Qué coño dices?
Hizo
amago de levantarse, pero entonces escuchó el sonido que hace un revólver al
retirarle el seguro.
-Mira
Emilio, eso no te conviene. Tengo una pistola preciosa apuntándote a tus
huevos. Dime, Emilio, ¿Le tienes cariño a tus huevos?
La
palabra pánico se queda corta para lo que sintió Emilio. Al parecer, les tenía
bastante cariño, porque el amago de levantarse se quedó sólo en eso, en un
amago.
Se
miraron en silencio, como calibrándose el uno al otro. Al final, fue Emilio el
que habló primero.
-¿Qué
quieres?
Volvió,
entonces, su mirada burlona.
-Empezaste
con quién soy y ahora, sin que ni siquiera me haya presentado, me preguntas qué
quiero. ¿No te parece que vas un poco rápido?
-Eres
tú el que me está apuntando a los huevos bajo la mesa.
-Touché.
La
tensión era más que patente. Eran dos hombres inteligentes, que aparentaban
estar habituados al peligro. Emilio era policía y, como solían decir sus
superiores, de los buenos. Había ascendido rápidamente en los últimos años y en
su expediente no había ni una mancha. Sabía llevar las situaciones de peligro y
no se amilanaba ante cualquiera.
Pero
en aquel momento, tenía miedo.
-Mira,
puede que hayamos empezado con mal pie –dijo el desconocido –voy a dejar de
apuntarte a los huevos, pero quiero que sepas una cosa.
Hizo
una pequeña pausa en la que aprovechó para sacar la mano de debajo de la mesa y
coger la taza. Había guardado la pistola tan rápido como la había sacado, y eso
para Emilio no había pasado desapercibido.
-Este
café está exquisito –prosiguió –ahora entiendo por qué vienes aquí cada mañana.
La verdad es que merece la pena. ¿No quieres probarlo?
Le
tendió la taza, pero él la rechazó con un gesto.
-No,
gracias.
Sin
embargo, el otro aguantó la postura. Era algo inofensivo, pero en su sonrisa
había un aire amenazante. Insistió.
-Vamos
Emilio, no seas maleducado y dale un sorbo al café.
Entonces
el policía tomó la taza que le ofrecía y bebió.
Tras
devolvérsela, Emilio guardó silencio, pero hizo un gesto de incomodidad que el
desconocido no pasó por alto.
-Bien,
supongo que quieres saber quién soy y qué quiero. Puedes llamarme Juez, y
respecto a lo que quiero, digamos que hacer justicia. Dime, ¿No hay nada que
pese sobre tu conciencia, Emilio?
La
mente de Emilio, entonces, salió despedida años atrás. Comenzó a recordar un
sentimiento de ansiedad, de prisa. Iba conduciendo el coche y llegaba tarde a
la reunión en la que creía que su jefe le iba a ascender –y en la que, de
hecho, lo hizo.
Desde
aquel día, no pudo hacer otra cosa que no fuese jurarse a sí mismo que no la
vio, que no pudo esquivar a esa chica que pasaba el paso de peatones cuando él se
saltó el semáforo. Se paralizó, le invadió el miedo, y en lugar de llamar a la
ambulancia o bajarse de vehículo a socorrerla, salió huyendo. Más tarde, leyó
en el periódico la noticia de su muerte, pero también leyó que se desconocía por
completo quién había sido. Con ayuda de un par de colegas de la comisaría,
consiguió eliminar un par de pruebas que podrían involucrarle y el caso se
archivó.
Sin
embargo, aquel desconocido parecía dispuesto a impartir justicia.
-Sí,
Emilio, lo sé todo. –continuó el hombre –y no me malinterpretes, no quiero que
me des explicaciones, ni decirte cómo lo sé, ni siquiera darte un sermón. No
voy a hacer nada de eso. Simplemente, voy a ser justo.
“Verás,
yo también soy un asesino. No sé si leíste en esa presa que lees cada día, que
hace una semana una mujer murió tiroteada en una azotea por un supuesto suicida
que desapareció antes de que la policía supiese qué estaba pasando. Ella era
miembro del cuerpo policial, en concreto su labor era negociar con las personas
que van a acabar con su vida para que finalmente no lo hagan. Pues bien, el
supuesto suicida era yo.
Te
voy a explicar qué ha sucedido. No te has dado ni cuenta, pero tú y yo ya
estamos muertos. El café que nos hemos tragado ambos ha sido envenenado por mí
mismo en cuanto el camarero me lo ha servido. Pero claro, tú estabas tan
pendiente de la pistola que te apuntaba a los huevos que ni siquiera te has
dado cuenta.
A
ambos nos quedan unas dos horas de vida. Te aconsejo que las aproveches bien
para despedirte de aquellos que te importan y poner tus asuntos en orden. Te he
dado la oportunidad que tú no le diste a la pobre chica que cruzaba el paso de
cebra, así que espero que como mínimo me des las gracias.”
No
sé si alguna vez has visto la expresión que pone alguien que sabe que ya está
muerto. La describiría como algo entre sorpresa, miedo y rabia. Una rabia que a
Emilio le hizo saltar por encima de la mesa para intentar estrangular a su verdugo.
Sin
embargo, esa rabia fue sustituida segundos después por el dolor cuando,
mientras Emilio estaba aún en el aire dirigiendo sus manos hacia el cuello del
autodenominado por sí mismo como Juez, una bala atravesó sus testículos.
Emilio
cayó al suelo, con las manos en la herida, entre estertores de agonía, mientras
el Juez le miraba desde arriba, de pie, con cara de resignación.
-Ay,
Emilio… Es una verdadera lástima. En dos horas podrías haber hecho tantas cosas…
Desde concebir un hijo, a redactar testamento, pasando por abrazar a aquellos a
los que más quieres. Sin embargo, has ignorado mi advertencia, y has preferido
abrazarte los huevos.
Hizo
una pausa melodramática mientras daba vueltas en círculo alrededor del herido.
El revólver seguía en su mano derecha, la cual estaba relajada junto a su
costado. El cañón de éste golpeaba a cada paso, con suavidad, el muslo del
asesino. El sonido del metal repiqueteando contra la carne de la pierna era lo
que marcaba el tempo de la escena.
Levantó
un instante la cabeza y vio la cara del asustado camarero al lado del teléfono.
Era el único testigo del incidente. Por suerte, a esas horas, la calle seguía
estando desierta. Sus miradas se cruzaron, y el Juez sonrió. “Está loco”, pareció
decir con los ojos el empleado de la cafetería. “Y hoy día, ¿Quién no lo está?”,
pareció ser la respuesta que recibió del loco.
Entonces
su atención volvió a recaer en el hombre que sufría en el suelo.
-Yo
también suelo leer el periódico, Emilio, y a decir verdad nunca he visto
ninguna noticia que hable de un hombre que tras recibir un disparo en los
testículos haya sobrevivido. ¿Tú sí?
Esperó
la contestación, y esta le llegó a través de unas palabras entrecortadas.
-Hijo…
de… puta.
-¡Fantástico!
Veo que sigues conservando tu mala educación. En fin, supongo que hay gente que
nunca aprende. Yo me voy ya, no quiero que la policía me haga preguntas
estúpidas. Como dicen los franceses, ¡Au revoir!
Dicho
esto, el desconocido se fue como llegó, andando con tranquilidad como si no
hubiese pasado nada. Eso sí, antes de doblar la esquina, tiró a la papelera un
pequeño envoltorio, que aunque sólo él lo sabía, había contenido el antídoto que
acababa de ingerir para contrarrestar
los efectos del veneno que los iba a matar y, que de hecho, acabó matando a
Emilio.
Pero
no a él.
Alejandro
Berraquero, a 2 de Noviembre de 2014 en
hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com
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